viernes, febrero 01, 2008

Bernardo

Bernardo tiene 49 años y es el dueño de un bar. Es africano, aunque no me acuerdo su país natal. A las 24, puntualmente, cierra las puertas de su bar y baja las persianas. Con dulzura, invita a los parroquianos a retirarse. Con los borrachos utiliza modos más eficaces, pero siempre con mucha onda

Bernardo es una máquina de decir verdades. 'En la vida todo pasa', 'las cosas llegan cuando tienen que llegar', 'los cincuenta y pico, sesenta, son la mejor edad para casarse', 'las madres son las que se tienen que quedar con los niños porque los tuvieron durante nueve meses en la panza. Nosotros, los hombres, estamos para otra cosa', fueron algunas de las frases que dijo durante el rato que charlamos con él

Bernardo tuvo seis hijas con seis mujeres distintas. Nació en un país en el que más del noventa por ciento de las personas son mujeres. Según explicó, es por una cuestión genética. Ante ese paranorama, cree que los hombres tienen dos chances: escapar o suicidarse. El prefirió escapar, aunque cree que va a volver a su tierra para casarse. Se nota que se crió rodeado de mujeres porque sabe qué decir para que ellas le presten atención. Es un seductor groso, todo lo que hace parece apuntado a gustarle a la gente, especialmente a las chicas. 'Las mujeres allá son demasiado mandonas, todo el día te están mostrando los dientes. Además, nadie quiere nueve mujeres, con una o dos ya está bien', dijo

Bernardo quiere visitar Argentina. Cree que es el momento ideal porque el cambio lo favorecerá. Nos confesó, pícaro, que cuando vaya a Buenos Aires va a querer ir a un 'piringundín'. Nunca esperé que esa palabra saliera de los gruesos labios de Bernardo. Luego explicó que él cree que los prostíbulos son como los bares: lugares donde hombres y mujeres van a relajarse, pero él en Barcelona ya no va a ninguno porque siente que la gente lo juzga cuando entra

Cerca de las 24 nos invitó una copita de ron, pero él no quiso tomar. Quince minutos después, con música africana de fondo y mientras ponía los banquitos sobre la mesa, nos echó con la misma dulzura con la que nos había contado una buena cantidad de verdades. Nosotros nos fuimos encantados y esperando cruzarlo en algún piringundín porteño

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