martes, agosto 01, 2006

El cajón de mandarina

En diferentes posts, ya he hablado sobre el último trabajo de oficina que tuve, que abandoné hace dos años, exactamente. Fue un laburo clave para mi porque ahí me di cuenta de que me estaba transformando en lo que menos quería y renuncié a tiempo. Hoy quiero celebrar ese día tan importante para mi contando una anécdota chiquita, que refleja el nivel de embole que teníamos en ese lugar

La empresa funcionaba en una casa muy grande y en cada cuarto había gente laburando (o haciendo que laburaba). Por suerte, a mi me tocó una pieza bastante amplia, que compartía con quienes luego se convirtieron en amigos: El Trava y Nacho. La verdad es que nuestro laburo lo hacíamos de taquito y la mayor parte del tiempo nos la pasábamos paveando (o comiendo. En esa oficina se comió mucho). Junto a otros compañeros habíamos tomado la costumbre de ir a almorzar los viernes a un puesto de paty que quedaba en Soler y Juan B. Justo, en donde la hamburguesa venía acompañada con cebolla salteada y huevo frito (calórica!)

Un viernes, al regreso de ese paty hepático, paramos en el mercado que está en Paraguay y Juan B. Justo y compramos un cajón de mandarinas. Debo confesar que yo me había pasado buena parte de la semana organizando esa compra: estaba muy tentado con comprar un cajón entero de alguna fruta y, se sabe, pocas frutas tan nobles como la mandarina. Teníamos la fantasía de que el hecho de tener tantas mandarinas, haría los días más llevaderos y, en definitiva, tendríamos algo digno que hacer para superar el aburrimiento: comer mandarinas

Así fue que subimos al cajón con Nacho por las escaleras y lo escondimos en nuestra oficina, porque tantas mandarinas no entraban en la pequeña heladera del lugar. Como se pueden imaginar, el olor a mandarina lo invadió todo. Las guerras de semillas pasaron a ser el deporte de la oficina. Fueron días en los que he llegado a comer media docena de mandarinas, El Trava quedó empachada de tantas que comió y quedó indigestada durante 24 horas, en las que no probó bocado

Viéndolo a la distancia, me doy cuenta de que tanto mi pareja como la de Nacho estaban en franca crisis. No podés pretender gustarle a alguien si en tus manos llevás el aroma de la media docena de mandarinas que te clavaste durante el día. Por suerte, la pareja de Nacho salió a flote y llegó al altar, pero la mía siguió el camino de la mandarina

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